La incompetencia de las competencias
Llevamos ya un par de generaciones hablando sobre los marcos de competencias. Definimos competencias básicas, transversales, específicas, blandas y unos cuantos adjetivos más para tratar de concretar una madeja simpática. El proceso Bolonia forzó en buena medida esta obsesión por crear grados y carreras en función de las competencias desarrolladas y no únicamente de los conocimientos demostrados. Si sumamos a las competencias los resultados de aprendizaje, los cuestionarios de satisfacción, los test de aprovechamiento, los exámenes, las prácticas, los coloquios, las charlas online, las charlas enlatadas, la participación en redes sociales, el índice promotor neto (IPN o NPS) y otras decenas de marcadores, métricas e indicadores de progreso, nos encontramos con un caldo de cultivo fantástico para los teóricos profesionales. Algunas personas se centran en no demostrar nada nunca pero en dogmatizar sobre el papel, que lo aguanta todo. Y el problema viene después, cuando la implementación y la comprobación prácticas y reales, con gente real, en puestos reales y requerimientos reales, sobrepasa el guion ficticio de hadas que tan florido queda. En el proyecto europeo WeRelate (una Cost Action europea en la que participa UNIR iTED centrada en competencias sobre alfabetización digital y redacción: Advancing effective institutional models towards cohesive teaching, learning, research and writing development) trabajamos mucho sobre este planteamiento. El 21-22 de febrero de 2019, celebrarmos la reunión del tercer año en Montenegro, con más de 30 países.
Con Dr. Alison Farrel, coordinadora del proyecto europeo WeRelate (COST Action CA 15221)
Recuerdo cómo hace casi 20 años, en la guardería de mi hijo, su profesora con plaza recién aprobada, no cejaba en su empeño por conseguir que la clase de veinte mediometros desarrollara una treintena de objetivos. En mi opinión, a lo más que podíamos aspirar era a que se respetaran, disfrutaran y fueran adquiriendo alguna costumbre con la comida o la higiene, por ejemplo. La programación curricular quedaba muy digna, la verdad, pero no se correspondía para nada con la realidad del público objetivo, es decir, los críos. Y tampoco con las aspiraciones del mercado, en este caso, los padres.
Estamos condenados a entendernos, teóricos y no tan teóricos, si realmente queremos que los modelos basados en competencias se transfieran a implementaciones prácticas más allá del papel donde se diseñaron.
Los marcos de competencias, los programas de desarrollo de habilidades, los planes de progreso profesional, las guías de desarrollo personal y, en general, cualquier paso de A a B mediante unas etapas, hitos o alquimias varias, pasa necesariamente por tener los pies en la tierra. Resulta increíble que en un máster de un año un estudiante pueda desarrollar o adquirir cien competencias. Y mucho menos, demostrar que las ha desarrollado. No digamos nada cuando hablamos de competencias digitales, etiqueta con la que se llena habitualmente el discurso de cualquier hombre de bien en un atril, aunque no se termine concretando, generalmente.
La desconexión, pues, entre la teoría de salón y la realidad del fango, entre los papeles etéreos y literarios, y el diálogo con los actores del proceso (mercado, empleadores, clientes, padres, estudiantes y, también por supuesto, profesores) hace que unos estiren la cadena de competencias montando una especie de universo paralelo o Tierra Media, mediante que otros clamen por una concreción y una utilidad práctica que raramente llega, o que llega a trozos.
Estamos condenados a entendernos, teóricos y no tan teóricos, si realmente queremos que los modelos basados en competencias se transfieran a implementaciones prácticas más allá del papel donde se diseñaron.
Daniel Burgos
Podgoriça, Montenegro
21 de febrero, 2019